‘’Dios me está haciendo ver que soy un hombre como otro cualquiera”. Esta frase de Muhammad Alí al conocer su terrible enfermedad dejó claro cómo un boxeador que tocó el cielo se topó de pronto con el mundano suelo. El boxeo, ese deporte de nobles que a veces practican rufianes, se ha caracterizado por dejar muchos juguetes rotos en nuestro país, muchos proyectos sin acabar y muchas estrellas fulminadas en el firmamento del olvido.
Ahora le ha vuelto a tocar a Policarpio Díaz, el gran Poli Díaz, el mejor boxeador de la historia reciente de nuestro país y hasta ocho veces campeón de Europa. El expúgil, después de haber superado adicciones y vicios, tuvo que ser ingresado en el hospital Infanta Leonor de Madrid después de haber sido apuñalado. Aquel que soñaba con tumbar a Pernell Whitaker en apenas unos segundos ha escrito una desagradable página en el libro negro del boxeo.
La fatalidad muchas veces golpea este noble arte llevado a deporte. El Potro de Vallecas es el último juguete roto del boxeo, pero antes muchos cayeron en desgracia. Es el caso de Perico Fernández, un auténtico ídolo en la década de los 70, en la que se proclamó campeón de España, de Europa y del Mundo en el peso superligero. Llegó a vivir en la calle, durmiendo cuando le dejaban en el burdel de un amigo y un artículo en la prensa motivó a sus antiguos compañeros a hacerle un homenaje que recaudara el suficiente dinero como para seguir sobreviviendo en el ring de la vida.
Conocida también fue la historia de Urtain, vasco, que se escapó de casa a los 11 años y que llegó a pelear con los mejores de la década de los 70. Dilapidó su fortuna y acosado por los acreedores se suicidó en el verano del 92. Había renegado del boxeo años antes, el deporte que le llevó a la fama y el mismo que le atormentó.
Pero la historia negra del boxeo español comienza mucho antes, en la década de los 40, en el campo de concentración de Mauthausen-Gusen. Allí llegó en agosto de 1940 la mitad del conocido «Convoy de los 927», deportados de Francia, pero de diferentes nacionalidades. Entre los españoles estaba el prisionero 4074, Llorenç Vitrià.
Vitrià puede que no esté en boca de muchos, pero en 1924 hacía historia al competir por España en los Juegos Olímpicos de París con 16 años recién cumplidos. Pocos años después, por culpa de la Guerra Civil, tuvo que escapar a Francia, de donde fue deportado a Gusen.
Pequeño, casi escuálido y el más pequeño de los peso mosca -le llamaban mocoso en las crónicas de la época-, perdió el título de España en plena Guerra Civil y antes de que Franco pisara Barcelona, escapó al conocido campo de concentración de Angulema. De allí a Gusen, donde arrojó la toalla por primera vez y, un año después, decidió suicidarse arrojándose a la verja electrificada de dicho campo de concentración.
Fue el primero en la lista, pero desgraciadamente no será el último juguete roto de este noble arte llamado boxeo.