Desde hace años la asociación de la que soy presidenta ADEAMED, Asociación de Escucha a Menores en Dificultad, venimos insistiendo en que los menores no son meros testigos en los casos de violencia de género, que sus síntomas y sufrimientos tienen valor en sí mismo representando una verdad que encierra un saber, que pide ser escuchado para elaborar subjetivamente la violencia recibida.
Por ello nos felicitamos e hicimos llegar nuestro agradecimiento al Defensor del Pueblo Andaluz, por su informe especial realizado en septiembre 2012 titulado “Menores Expuestos a Violencia de Género: víctimas con identidad propia” y por su iniciativa de promover el encuentro de personas que quedaron huérfanas por este tipo de violencia con representantes del Parlamento de Andalucía.
El primer dato que llama la atención es que el Defensor destaca que entre 2008 y el primer trimestre de 2012 fueron atendidos 5.161 hijos víctimas de violencia de género, número que es superior al de mujeres víctimas en el mismo periodo que es de 4.718.
Atención especial merece el caso de los huérfanos del maltrato, en concreto fueron 55 los niños huérfanos de madre en 2011. Chamizo recomienda un cambio en la legislación y en la atención, ya que hablamos de víctimas con identidad propia a las que equipara con los casos huérfanos del terrorismo.
Si el grave problema de la violencia de género se enfoca sólo bajo el prisma del machismo, perdemos otras perspectivas más complejas que podrían ayudar a analizar este síntoma social.
Sabemos que aunque la familia se soporta en elementos biológicos, no se limita a un hecho natural sino que es una creación cultural, es mutante y está formada por un conjunto de vínculos entre sus miembros y es aquí dónde aparecen los síntomas y la violencia.
La familia desarrolla un papel fundamental en la trasmisión de la ley, de la cultura, de las relaciones sociales.
Ya Freud nos relataba en su texto “El malestar en la cultura” que una de las fuentes principales del malestar es la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el estado y la sociedad.
En la naturaleza del ser humano hay una pulsión autónoma, la pulsión de muerte o la agresividad que encuentra su límite más potente en el anclaje simbólico, en la cultura.
Hay padres que confunden su función de trasmisión de la ley, con ser ellos la ley, apareciendo entonces la violencia como un elemento principal de relación para imponer un sometimiento con efectos terribles como vemos con demasiada frecuencia.
La violencia es usada como ejercicio de poder absoluto, considerando el cuerpo del otro y la vida del otro como propio, apropiándose de el, reduciendo a la mujer o al hijo a un objeto no diferenciado de uno mismo.
Los menores hablan en sus síntomas, y aunque no se den marcas físicas de la violencia está presente como algo inasimilable del drama familiar que les tocó vivir. Es necesario crear espacios de escucha que les permita situarse frente a este real , ya que adquirirá valor de trauma en la medida que no es simbolizado, es decir pasado por la palabra ayudando a la invención de una filiación simbólica, es decir una ficción que funcione como padre frente al terror de una padre maltratador o asesino.
25 noviembre 2012.
Carmen Campos Bernal
Psicóloga clínica- Psicoanalista
Presidenta de ADEAMED