Chilla

El sacerdote que quiso ser cofrade…


Todo comenzó como tenía que empezar. Con los sones de ‘Esperanza de la Yedra’, y a su hora, a las doce en punto, por fin. Todo comenzó como tenía que empezar, con una referencia a la que pronto se corona, y todo discurrió como debía discurrir, con un pregón de altura, de mucha altura, de demasiada altura en muchas ocasiones, y con una voz melosa, dulce, recurrente, radiofónica, que embelesó, embrujó y embriagó a un teatro que cuando se quiso dar cuenta, era como un Torrestrella en la muleta de Enrique Ponce, entregado, roto por los costillares, manso en su bravura…

Con tres cuartos de entrada en el Villamarta, -el reparto de entradas sería materia de otro análisis-, la Banda Municipal de Música interpretó ‘Costalero’, de Martín Salas, y contrariamente a lo que muchos pensábamos, los pentagramas sirvieron para predisponer al teatro a una mañana luminosa, plena de aromas y recuerdos. Cedió el pregonero, que hizo sonar ‘A Nuestra Señora del Desconsuelo’ del maestro Orellana, y Esperanza de la Yedra, frente a ‘Callejuela de la O’ o ‘Caridad del Guadalquivir’, y el respetable lo agradeció. Pero ‘Costalero’, esa marcha, tenía que sonar, y pocos entendían el por qué… Y de hecho, el pregonero no lo explicó hasta bien entrado el pregón.

 

Sin apagar las luces del respetable, el presentador elevó su ya de por sí elevada altura en las tablas del Villamarta. “Cuánta falta hacía vuestro hijo en Jerez…” Eso le espetó a sus padres, mientras hablaba de la eterna sonrisa del sacerdote mercedario. Una presentación elegante, brillante por momentos, que destacó los logros del padre Ismael entre los jerezanos, así como su cercanía y templanza en los momentos difíciles vividos en la Basílica de la Merced. Basílica que guarda bajo llave los dos primeros tesoros a los que el pregonero quiso nombrar, la Merced y la Misericordia, y que anteponían, ya de manera clara, que el pregón que íbamos a escuchar era profundamente teológico, y profundamente mariano.

Y no sorprendió Ismael. Gracias a Dios, fue fiel a sí mismo, y no buscó un aplauso fácil, ni una corriente de versos que le acercaran a nadie, salvo a Dios. Fue su pregón un canto de fe, un poema de un cristiano enamorado de la cruz de Cristo, porque cree, de manera sincera, que sólo por ella puede llegar a la salvación. Así, jugueteando con versos libres, y con prosas riquísimas de contenido, puso a Jerez como centro de un nuevo Evangelio, como una nueva  Jerezalem, donde el Jardín del Edén se confunde con el Huerto de los Olivos, y donde los jerezanos profesamos nuestra fe tras nuestras imágenes cada Semana Santa. Creo en Dios… Pero creo también en nuestra forma de expresarlo, de sentirlo, de vivirlo. Creo que soy cofrade, expuso el sacerdote, hilvanando versos antológicos como el ‘No, Pedro, no… Guarda tu espada”, dedicado al Prendimiento o un rotundo final, tras casi 40 minutos de esfuerzo, renovando su fe en Cristo, en su Iglesia y en las cofradías, que levantó al Teatro Villamarta, que asistía, ya entusiasmando, a un pregón distinto y seductor.

En estos momentos, el pregonero ya había renunciado a nombrar hermandad por hermandad… Hablaba desde el corazón, desde la fe sedienta de explicarle a Jerez que sí, que su Semana Santa es algo más que poner pasos en la calle, aunque los ponga. Hablaba al respetable de su Semana Santa, y de Jerez, y de nuestras cosas… Hablaba Ismael como quien es de aquí, y no de Madrid, y lo hace envolviendo cada palabra en una melodía de voz que, casi una hora después, permanecía inalterable, como en un suspiro, como elevada. Y así, Maroto fue buscando a Dios por cada esquina, por cada templo, para encontrarse con el Señor de las Tres Caídas por San Lucas, o por el barrio de San Pedro con el ‘galeón de la Coronación’, o con una Noche de Jesús a la que vistió con túnicas de Jesús Nazareno, encontrando ahí la fe, la tradición y el sentido de velar la muerte de Cristo amortajado en una túnica.

Iba Ismael engañándonos, poco a poco, en un pregón que decía mucho, pero mucho más, de lo que la gente podía llegar a entender, cuando se remangó la sotana, se puso la faja de costalero, agarró su molía, y habló de por qué es costalero. Y ahí, ya de manera rotunda, se vino el teatro abajo. Porque nadie, y mira que han pasado costaleros por ese escenario, había hablado así del oficio de la costalería. “Soy costalero porque quiero, por afición, por devoción”… Y por tantas y tantas cosas que quedaron en el tintero, que se puede resumir en una frase antológica que se marcó, inalterable, este madrileño de corazón andaluz. “Soy costalero porque a mí, rezar, se me ha quedado corto…”

Y el público, tras veinte minutos escuchando su defensa pertinaz de la costalería, rompió. Y hay que valorarlo, porque precisamente no había muchos costaleros en el Villamarta. Rompió en aplausos porque no se puede decir mejor lo que él dijo, y porque no se puede ser más claro a la hora de defender una manera de hacer estación de penitencia. Ya poco importaba lo que viniera después, y mira que fue bueno… Habló de la cruz, de la soledad de María, -increibles los versos dedicados a la Soledad-, de los problemas que ahogan a esta ciudad, de cómo Jerez vive su propia cruz del paro, de la desidia o de la pobreza. Habló de todo, y mandó a Jerez a anunciar la buena nueva, en ese camino de evangelización evocado desde una Roma que hoy estaba muy presente en el Villamarta. Anunció la gloria de la resurrección, y transformó las catorce estaciones de un viacrucis en los catorce encuentros de luz del vialucis mariano.

Habló de todo, pero ya daba igual. Porque Jerez, tras hora y veinte de pregón, se había entregado a Ismael. E Ismael, había abierto, de par en par, como quería al principio del pregón, las puertas de una Semana Santa que ahora sí, ya es inminente. Quedan siete días para que llegue la Semana Mayor, ya lo ha anunciado el pregonero. Sólo resta que nosotros, que Jerez, esté a la altura de lo cantado en el Villamarta. De lo que cantó el padre Ismael Maroto Carabaño, por siempre, y para siempre, uno más de los nuestros.

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