Cada vez que llegan estas fechas, vuelve a resurgir en mí un sentimiento de admiración hacia las personas que viajan miles de kilómetros desde diversas partes del mundo para asistir a cualquiera de las manifestaciones del Festival de Jerez: sus cursos, sus espectáculos, sus actividades paralelas.
Habrá entre ellos personas que pueden permitirse el dispendio de vivir 15 días en un hotel o un piso de alquiler, comprar vestuario especializado, tapear en los tabancos mañana y noche, acostarse alguna que otra vez casi al alba, pero sé que hay también quien sacrifica otras muchas cosas en su vida, otros viajes, para poder estar unos días en el ambiente del festival y aprender un nuevo giro de muñeca, un paso desconocido, de los queridos maestros que solo pueden ver en vídeo desde sus lugares de origen.
Ellos llegan aquí con los ojos y la mente abiertas, con ganas de conocer todo lo posible del mundo del flamenco. Y a mí me admira de ellos su disposición, su entrega, sus idas y venidas incansables de los cursos al CAF, del Villamarta a la Sala Paul, de la bodega a la Compañía. El centro toma esos días otro colorido, otra algarabía.
Siento admiración y también un pellizquito de orgullo, por qué no decirlo, porque gentes de todo el mundo disfrutan y aman una manifestación artística propia de esta tierra.