Que Ortiz Nuevo se encargue del guión de un espectáculo y de la dirección artística puede, a todas luces ser una garantía de éxito. Su conocimiento, su implicación en el flamenco de las últimas décadas y su sabiduría a la hora de diseñar guiones no es nueva. Javier Barón quiso dejar en sus manos un proyecto denominado ‘En clave de 6’ que se estrenó en las tablas de Villamarta. La pretensión es sencilla: seis secuencias que interpretan en código flamenco actitudes de estados y sentimientos humanos, tal y como rezaba el programa de mano.
La historia a contar es de lo más clara. Canta baile y toque hecho por seis personas, dividido en secuencias musicales estructuradas en estilos o ‘palos’ flamencos (fueron algunos más incluidos en las secuencias) y cuyo protagonismo no solo recaería en el bailaor alcalareño. Un espectáculo que juega con las intensidades, con las luces y sombras de los cantes, con la magia del toque y el duende del cante. Obviando cualquier tipo de dramatismo y aspectos escénicos que hagan a uno perder detalles de lo que sucede en el escenario se entienden por igual el trinomio cante-baile-toque.
El recorrido comienza con la ‘secuencia de serenidad’ a las que se irán sumando otras. Retazos de cantes por bamberas en la prodigiosa voz de Esperanza Fernández que dan la alternativa a la farruca en tanto que Javier baila al son del contrabajo de Manuel Calleja. Y terminan con Manolo Franco haciendo colombianas. Antes y como preludio, voces anuncian diversas acepciones del número seis, cual tarot echa las cartas y adivina el futuro de este número; pasajes bíblicos y versículos del nuevo testamento incluidos.
La historia que se repite durante la noche es la siguiente: pequeñas pinceladas musicales y estilísticas que se repiten al final a modo de resumen.
De las alegrías y cantiñas en las que Esperanza interpreta el cante además del baile al personalísimo modo de moverse de Javier. De las seguiriyas de Manolo Franco en solitario al baile del protagonista por cabales y martinete.
Un ápice de romance arranca de la garganta de la cantaora para traducirse sin apenas tiempo en bulería por solea y dejarse caer a la soleá. Las voces de Ortiz Nuevo recitando como la de Enrique Morente entonando soleá, se repitieron. Y es que la obra en cuestión es cíclica. Un rueda musical que durante cerca de una hora explica con matices, con tiempo y con serenidad el mensaje emitido y con la intencionalidad justa y necesaria para que llegue al receptor. El cante, el baile y el toque giran en torno al flamenco, hasta que se vuelven a encontrar. Porque todo se repitió. De la guajira en solitario de Franco al solo de percusión de José Carrasco o la habanera con melódica de Calleja y baile de corte romanticón de Fernández y Barón. Cíclicos fueron los tientos, los tangos y las rumbas con aromas cubanos. Y vuelta a empezar. El ciclo musical, como el ciclo del agua que se convierte en lluvia y cae al terruño, vuelve a evaporarse y vuelve a la nube. El ciclo resumido, con los matices de lo mejor de cada cante, de cada toque, de cada baile. ¿Y ahora como interpretamos el final? ¿Como un resumen de todo el entramado o viceversa? ¿Como una extensión de la intencionalidad del guión de Ortiz Nuevo? Tanto monta, monta tanto. De cualquier forma pudimos ver un más que original guión que se aleja de efectismos que no conducen a nada en el que incluye un chascarrillo final que provoca la risa del público. ¿Qué porque lo sé? Que si lo sé. Y terminó. Y por supuesto con un Javier sublime de principio a fin.