Bajan las temperaturas, llueve, hay que rescatar del fondo del armario la ropa de invierno, los días se acortan… pero algo bueno tenía que tener el invierno: este puente de Todos los Santos había que inaugurar la temporada de mostos y así se ha hecho, al menos, yo. Una costumbre que parece que cada día está ganando adeptos, por muchas calabazas de Halloween que nos inunden. Los fines de semana, establecimientos como El Corregidor, Domi, San Cayetano, Tejero y un largo etcétera se llenan de familias y amigos que atiborran sus mesas -junto con la insustituible jarrita de mosto- de ajo, berza, menudo, ‘venao’, ‘carrillá’ y otros platos propios de la época y del entorno.
Es el primer frío el que pone a punto el mosto y por eso las botas suelen estrenarse a primeros de noviembre. Estas visitas anuales a las viñas de los alrededores de la ciudad se están incluso haciendo famosas fuera de Jerez y son muchos los foráneos que quieren sumarse a la propuesta, para bien de nuestra triste economía local. Y si a eso le unimos que ya hace unas semanas que tenemos a los castañeros en la calle, que los polvorones han hecho su aparición y que se avecinan los pestiños, ¡que tiemble el peso!
Otra vertiente de los mostos, igual de atractiva, es donde lo venden a granel sin servir comidas. Suelen ser fincas familiares en las que tienen unas pocas de botas. Es habitual encontrarse allí a parroquianos que llevan sus propios papelones de chorizo, tortilla o chicharrones para acompañar los vasos, sentados junto a la viña. Y uno se puede llevar su botella de plástico -originariamente de Coca-Cola- rellena con el preciado mosto tradicional para tomar en la seguridad del hogar y alejado de los controles de alcoholemia. ¿Qué más se puede pedir?
Ante este panorama tan apetecible no es de extrañar que la primavera sea para muchos, en vez de una alegría, una cruel ‘operación bikini’.